RECUERDOS DE MI NIÑEZ
Queridos nietos.
Quiero llevaros de la mano a un tiempo lejano, a un mundo que quizás os parezca ajeno, pero que una vez fue mi patio de juegos y el escenario de mis primeras aventuras. Un mundo sin pantallas luminosas, sin juguetes de colores en estanterías de tiendas, sin mando a distancia ni sonidos electrónicos y fundamentalmente sin móviles. Un mundo donde la imaginación era la llave que abría todas las puertas, y donde un simple trozo de madera, una chapa de cerveza o un hueso de carnero se transformaban en tesoros que nos brindaban horas de felicidad.
Vosotros habéis crecido rodeados de comodidades, con todo al alcance de un clic, con juegos diseñados para captar vuestra atención y sostenerla con luces y sonidos. Pero permitidme contaros cómo era ser niño en un tiempo en que los juguetes no se compraban, sino que nacían de nuestras manos y de nuestra creatividad.
Recuerdo las carreras que organizábamos en la tierra con simples chapas de cerveza. Las recogíamos de los bares, las alisábamos con piedras y les añadíamos peso con cera. Luego, con los dedos tensos y la mirada fija, las hacíamos deslizar por caminos que nosotros mismos trazábamos en la arena. No había jueces ni trofeos, solo risas y gritos de emoción cuando alguna chapa tomaba velocidad y dejaba atrás a las demás. En aquellas pequeñas competiciones, sentíamos la adrenalina de las grandes carreras.
Uno
de nuestros juegos favoritos era el "roba terrenos", una batalla de
astucia y precisión que tenía lugar en la tierra seca del campo. Cada uno de
nosotros, con un clavo marcando su territorio, ampliándolo con cada lanzamiento
certero. Cuánto nos reíamos cuando alguien erraba el tiro y tenía que ceder
parte de su espacio. No había gritos de frustración ni berrinches, solo el
deseo de mejorar, de intentarlo una y otra vez hasta dominar el juego.
No teníamos pantallas que nos distrajeron, ni juguetes que hicieran todo el trabajo por nosotros. Nosotros éramos los creadores, los inventores, los arquitectos de nuestra propia diversión. Cada día traía consigo una nueva idea, un nuevo desafío, una nueva historia que contar.
Hoy en día, estos juegos han quedado en el recuerdo, desplazados por nuevas formas de entretenimiento. Me cuesta imaginaros a vosotros, mis queridos nietos, sin móviles y pasando una tarde entera con un clavo clavado en la tierra, trazando territorios invisibles en el polvo del camino, o emocionándoos con una simple chapa de cerveza deslizándose por la arena.
Pero os digo algo: no hacían falta grandes cosas para ser felices. No necesitábamos más que nuestra imaginación y la compañía de los amigos para convertir lo cotidiano en extraordinario. La infancia en la posguerra no fue fácil, pero nos enseñó que la verdadera riqueza no está en lo que se tiene, sino en la capacidad de encontrar alegría en lo más simple.
A veces me pregunto si en este mundo moderno, donde todo parece diseñado para entreteneros sin que tengáis que esforzaros, no se ha perdido un poco de aquella magia. La magia de crear, de inventar, de encontrar maravillas en lo pequeño. Me gustaría que, aunque vuestros juegos sean diferentes, nunca perdáis la capacidad de imaginar. Que podáis, de vez en cuando, salir al campo, recoger una piedra, una rama o una cuerda, y convertirlas en algo más. Que recordéis que la diversión más auténtica no viene en cajas con instrucciones, sino que nace en vuestra mente y en vuestro corazón.
Las tardes de infancia tenían un ritmo propio, marcado por pequeños rituales que, en su sencillez, parecían inquebrantables.
La calle era nuestro
territorio, un espacio donde los minutos parecían estirarse y el tiempo no
pesaba como lo hace ahora. Merendábamos entre risas y juegos, compartiendo
historias, disputándonos un sitio en el bordillo de la acera o en los escalones
de algún portal. Cuando la luz empezaba a menguar y las primeras madres
asomaban a los balcones llamándonos por nuestros nombres, sabíamos que era hora
de subir. Los demás se iban también, cada uno a su casa, como si una cuerda
invisible nos llevara a todos al mismo destino. Entrábamos con el sabor del pan
aún en la boca, con los ecos de las risas todavía resonando en la mente, y nos
sentábamos a hacer los deberes con la mente un poco más ligera, con la certeza
de que, al día siguiente, volveríamos a encontrarnos en la misma esquina, con
otro bocadillo en las manos y la misma ilusión de siempre.
Ese, queridos míos, es el mayor tesoro que la infancia me dejó, y hoy quiero compartirlo con vosotros.




Gracias, Jesús, por compartir estos recuerdos tan parecidos a los míos.
ResponderEliminarPásalo bien. Andrés